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BREVE HISTORIA DE LA CIENCIA DESDE LA FILOSOFÍA

Por: Carlos Goñi Zubieta.
Profesor de filosofía




Las cosmovisiones científicas

El primer objeto de estudio de los filósofos antiguos fue la naturaleza física. Entender el mundo que les rodeaba fue el primer paso para comprenderse a sí mismos. El hombre es una pequeña parte de la naturaleza y la naturaleza una pequeña parte del universo.

Por eso, los primeros esfuerzos científicos y especulativos iban orientados a generar una cosmovisión, una imagen del mundo, que explicara el orden universal. Como un gran mapa que nos permite saber dónde nos encontramos, las cosmovisiones científicas sirven para situarnos a nosotros mismos en el mundo.

Las diferentes cosmovisiones tienen también la finalidad de explicar los fenómenos físicos que se observan en la naturaleza, especialmente los celestes. Por eso, los primeros intentos racionales de explicación del cosmos, que surgieron en Grecia hacia el siglo VI a.C., coinciden con el origen de la ciencia en occidente. Antes de ese momento, encontramos explicaciones míticas, llamadas cosmogonías, que intentan dar una explicación del origen y formación del universo a partir de elementos mitológicos.

Las diversas cosmovisiones no sólo nos ofrecen una forma de interpretar el mundo, sino que también implican una ciencia, una metafísica, incluso una religión. Así como la visión que tiene una persona sobre el mundo le hace vivir de una determinada manera, del mismo modo, cada imagen global del cosmos genera toda una civilización.


La imagen del mundo en la antigüedad
La primera imagen racional del mundo surge con el pensamiento presocrático. Los primeros filósofos elaboraron una visión del cosmos en la que la Tierra ocupaba el centro del universo (geocentrismo). Empédocles de Agrigento (490-432 a.C.) resume esta tradición con su teoría de los cuatro elementos y su concepción de un tiempo cíclico. El Amor y el Odio son los principios encargados de unir y separar respectivamente los elementos: agua, tierra, aire y fuego. Cuando reina el Amor, todo está unido, pero al cabo del tiempo el Odio hace que se vayan separando hasta dar origen al orden que conocemos, donde los elementos pesados (agua y tierra) se encuentran en el centro, rodeados por aire; más afuera está el fuego, que conforma los planetas y las estrellas. Este orden actual desaparecerá cuando el Odio logre dispersar los elementos.

La visión de Empédocles será revisada por Aristóteles (384-322 a.C.), para quien el cosmos se divide en dos partes fundamentales: el mundo sublunar y el mundo supralunar o cielo. En el mundo sublunar se encuentra la Tierra y abarca hasta la esfera de la Luna.

Está compuesto por los cuatro elementos y el movimiento en rectilíneo. El mundo supralunar está formado por un quinto elemento, llamado éter. El movimiento en el ámbito celeste es circular y uniforme, un movimiento más perfecto que el rectilíneo.

Mientras que en el mundo sublunar existe la generación y la corrupción, en el supralunar todo es armónico, inmutable y eterno.

El universo aristotélico se compone de 55 esferas concéntricas, donde se hallan los planetas y las estrellas. Fuera de este orden se halla el Motor Inmóvil (Dios de Aristóteles), que origina el movimiento de la primera esfera, esta de la siguiente, y así sucesivamente hasta que se genera el movimiento de la Tierra.

La cosmovisión aristotélica se mantendrá durante la Edad Media hasta el siglo XVI, gracias sobre todo al astrónomo y matemático griego Ptolomeo (90-168 d.C.), quien le otorgó de consistencia matemática. En su obra Almagesto intentó mantener la inmutabilidad
del mundo supralunar así como el principio geocentrista de Hiparco y a la vez resolver los desajustes de muchos fenómenos celestes que informaba la observación directa.


La moderna imagen del mundo
Hubo que esperar hasta el siglo XVI para empezar a sospechar del complicado sistema aristotélico-ptolemaico. El rechazo de esta explicación suponía desaprobar la física aristotélica, por lo que las nuevas teorías adquirían visos de revolución. Vamos a ver los hitos más importantes de esta revolución.

Todo comenzó en pleno Renacimiento, cuando el sacerdote polaco N. Copérnico (1473-1543) se interesó por el heliocentrismo de Aristarco de Samos. Póstumamente se publicó su obra De revolutionibus orbium coelestium que contiene los principios de un nuevo sistema, cuya tesis principal es que el Sol ocupa el centro del universo y sobre él giran la Tierra y los demás planetas. Según Copérnico la Tierra gira también sobre sí misma (rotación), lo que explica que observemos movimientos extraños de otros planetas. Por lo tanto, para explicar tales anomalías ya no es necesario acudir a los «epiciclos» del sistema ptolemaico. Lo que sí permaneció de la concepción griega en la cosmología copernicana fue el principio del movimiento circular uniforme. Pero casi cien años después, el astrónomo alemán J. Kepler (1571-1630) añadió al heliocentrismo copernicano dos leyes fundamentales que expuso en su obra Astronomia nova. La primera ley dice: «las órbitas de los planetas son elipses en las cuales el Sol ocupa uno de los focos», lo cual rompe definitivamente con las reminiscencias de la explicación griega que persistían en Copérnico. El movimiento de los cuerpos celestes ya no es circular, sino elíptico: era el golpe definitivo a la explicación ptolemaica. La segunda ley permite una determinación más exacta de los movimientos celestes y reza así: «las áreas determinadas por el rayo vector que une el Sol al planeta son proporcionales al tiempo». Todo el movimiento de los planetas surge de una fuerza motriz de carácter magnético que procede del Sol.

La nueva imagen del mundo estaba ya construida; ahora solo restaba dotarle de consistencia científica. Los encargados de ello serán dos hombres excepcionales: Galileo Galilei (1564-1642) e Isaac Newton (1642-1727). La cosmovisión moderna no dejaba fuera de juego a un Dios creador, al contrario, Newton pensó que el orden cósmico es la prueba más evidente de la existencia de Dios. Él constituye el espacio y el tiempo absolutos, y conoce todas las cosas en el espacio como si estuvieran presentes a su sensorio.

Los artífices de esta revolución científica alteraron de raíz la concepción aristotélica de la realidad material (lo que se llama hilemorfismo) y promovieron un nuevo concepto de naturaleza, en el que la realidad material se concibe de manera mecanicista: como un conjunto de cuerpos en movimiento regidos por leyes puramente mecánicas. La realidad toda se comporta como una gran máquina.

Este mundo es homogéneo y tiene una unidad fundamental. El científico puede medirlo, matematizarlo y establecer leyes con valor predictivo. En fin, el hombre podrá dominar la naturaleza. Esta cosmovisión tiene un fuerte componente determinista. El físico francés Laplace (1749-1827) decía que si alguien, conocedor de todas las leyes de la naturaleza, pudiera observar en un instante preciso tanto la posición como la velocidad de todas las partículas del universo, sería capaz de determinar lo que iba a suceder.


La cosmovisión actual
Tres siglos iba a perdurar la cosmovisión científica de la modernidad. Los nuevos descubrimientos tecnológicos, así como la irrupción de la teoría de la evolución de C. Darwin (1809-1882), hicieron entrar en crisis la imagen moderna del mundo. Pero el científico que llevará a cabo la nueva revolución será A. Einstein (1879-1955), quien, en su obra Teoría especial de la relatividad (1905), mantendrá que no existen un tiempo y un espacio absoluto, como pensaba Newton, sino que las leyes que rigen el universo dependen del movimiento. El espacio-tiempo relativo da como resultado un universo finito, aunque ilimitado, es decir, que tuvo un inicio y que podrá tener un final.

La cosmovisión actual se decanta por la hipótesis del big bang o la «gran explosión». Según este modelo, la edad del universo sería entre diez y veinte mil millones de años. En el mismo momento del big bang la materia estaría concentrada en un estado de infinita densidad y temperatura, siendo su tamaño nulo. Como consecuencia de la explosión, se habría iniciado una expansión acompañada de un progresivo enfriamiento. Desde ese primer átomo primitivo, el universo se ha ido expandiendo hasta llegar a la situación actual.

Algunos físicos como P. Davies, P. W. Atkins, Y. B. Zel´dovich o S. Hawking han llegado a mantener la autocreación del universo.

Pero esta hipótesis es filosóficamente insostenible. Resulta evidente que ningún ser puede autocrearse, es decir, ser causa de sí mismo (causa sui), porque ello supondría que ese ser es anterior a sí mismo lo cual, a todas luces, es imposible. En todo caso, la autocreación
del universo debería ser entendida como una forma de panteísmo en el cual el universo y Dios serían lo mismo.

Esta última reflexión se encuadra dentro de la llamada Filosofía de la ciencia, disciplina que se ocupa de estudiar los problemas que genera la investigación científica, como la objetividad, el realismo, el progreso, la racionalidad y fiabilidad de la ciencia.


La filosofía de la naturaleza
El estudio del orden físico se puede emprender desde dos perspectivas: la de las ciencias experimentales y la de la filosofía de la naturaleza. Las primeras se interesan por la explicación científica del mundo, es decir, indagan las causas que dan cuenta de la estructura, la composición, el «comportamiento», podríamos decir, de los fenómenos físicos. Las ciencias, como ya hemos visto, tienen su objeto y su método propios, lo que supone que deben asumir ciertas limitaciones que se derivan de su carácter experimental. Así, la investigación científica se ve obligada a detenerse ante las preguntas que ella misma suscita, ya que no es capaz de dar respuesta desde el nivel del conocimiento donde se encuentra.

Esta comprensible limitación de la ciencia clama la existencia de una filosofía de la Naturaleza, es decir, de una reflexión filosófica sobre el orden físico, que se pregunte por el ser de la realidad física o material, a saber, que no se limite únicamente a dar una explicación de lo que pasa en la Naturaleza, como hacen las ciencias, sino que investigue las causas últimas de la realidad física.

Esta necesidad de una Filosofía de la Naturaleza se ha acentuado tras una época en que prevaleció la llamada «visión científica del mundo», enarbolada por los filósofos neopositivistas del Círculo de Viena en los años 1920.

Tras esta etapa, que se puede llamar cientifista, la segunda mitad del siglo XX trajo nuevos retos para la ciencia, como el ya mencionado origen del universo, que pusieron de manifiesto las limitaciones implícitas en el método científico y el resurgimiento de la parte de la filosofía que se ocupa del estudio de la Naturaleza.

La Filosofía de la Naturaleza tiene su origen en los primeros pensadores presocráticos, quienes se interesaron justamente por la realidad natural. Pero esta parte de la filosofía culmina con la obra de Aristóteles conocida con el nombre de Física. La física para Aristóteles no tiene el mismo sentido que para nosotros. No se trata de una ciencia experimental, sino de una parte de la filosofía, aplicada al estudio de los seres físicos o naturales, cuya propiedad más esencial es el cambio.


¿Qué es el cambio?
Explicar qué es el cambio no resulta nada sencillo. A Aristóteles se le ocurrió introducir el concepto de potencia para poder explicarlo. Porque no puede consistir en el paso del no-ser al ser, como pensaba Parménides -y que, por esa razón, negó la existencia del movimiento-, sino el paso de algo que todavía no es -pero que puede ser- al ser. Esto es la potencia, la capacidad real de ser. Así, decimos que el niño está en potencia de ser músico; no es todavía músico, pero puede llegar a serlo porque tiene esa potencialidad, aunque ello no significa que tenga que ser músico necesariamente (para ello tendría que ir al Conservatorio). Un asno, en cambio, no está en potencia de ser músico y, aunque acuda al Conservatorio, sólo sonará la flauta «por casualidad». Del mismo modo, una semilla puede llegar a ser espiga, porque la semilla, aunque no es todavía espiga, está en potencia de serlo.

Como has podido observar la semilla está en potencia en relación a ser espiga. Esto significa que la potencia hace siempre referencia a un acto. Aristóteles llama acto a cualquier perfección de una cosa.

Así, el estudiante de Ingeniería tiene muchas perfecciones, muchos actos, pero en cuanto a sus estudios no se puede decir que sea Ingeniero en acto. Claro que está en potencia de serlo, pero hasta que no apruebe todas las asignaturas no será «realmente» Ingeniero.

Este ejemplo sirve para entender lo que es el cambio: el paso de la potencia al acto. Desde que nuestro estudiante inicia la carrera (fíjate qué nombre más dinámico le damos) hasta que la acaba, está en movimiento; solo al final ha conseguido el acto -ser Ingeniero- y el proceso ha terminado -ya no está en potencia-. Quizá con este ejemplo se entienda por qué Aristóteles definió el movimiento como «acto de un ente en potencia en cuanto está en potencia».


La causalidad
Pero, ¿por qué algo se mueve? Que para cambiar haya que estar en potencia no explica el porqué del cambio. No estamos, por tanto, simplemente buscando la condición para que haya movimiento, sino la causa. Aristóteles entendió que para que algo se mueva necesita una causa. La misma experiencia del movimiento nos lleva a una ley de la inteligencia que es el principio de causalidad: «Todo efecto tiene una causa».

Causa es aquella realidad que influye en otra (efecto) haciéndola depender de algún modo de sí. Si una corriente de agua provoca una inundación, vemos que esta depende de aquella, de tal manera que si el río no se hubiese desbordado no hubiéramos lamentado la inundación. En la realidad podemos distinguir cuatro tipos de causa, según el modo de influir en el ser del efecto:

Material: de lo que algo está hecho y en lo cual es. La causa material de una escultura puede ser, por ejemplo, el mármol.

Formal: lo que le hace ser de una determinada manera. Por ejemplo, lo que le hace ser una escultura ecuestre y no un busto. Se une a lo material como el acto a la potencia: la materia (el mármol) está en potencia de recibir un acto, una forma.

Eficiente: el agente por el que algo llega a ser. Esta es la concepción más común. Así, decimos que la causa de la escultura es el escultor.

Final: aquello en vista a lo cual obra el agente. Es la finalidad que se busca en toda acción casual. El escultor tenía una finalidad y.esculpió su obra para conseguirla. El jugador de baloncesto que lanza la pelota, lo hace con la intención de encestar, otra cosa es que lo consiga o no.


Negación de causalidad
A lo largo de la historia de la filosofía la causalidad ha sido negada desde diversos puntos de vista. La crítica más importante corrió a cargo del empirista escocés David Hume. (...)

También Kant criticó la causalidad. La concibió como una categoría subjetiva, es decir, que no existe en la realidad, sino sólo en nuestra mente. Así, cuando vemos dos fenómenos conjuntados, nuestra mente los conecta aplicando la categoría de la causalidad.

Otras formas de negar la causalidad han consistido en no aceptar una o varias de las cuatro causas. El materialismo niega todas las formas menos la causa material y reduce la causalidad a la material.

El mecanicismo niega la causa formal y final. El idealismo acosmístico de Berkeley niega la causa material. Por último, el recurso al azar es el argumento utilizado para la negación de la causa eficiente y la final.

La existencia del azar ha sido defendida desde muy antiguo por los pensadores atomistas y en épocas más recientes por los materialistas y evolucionistas. Para explicar la realidad no hace falta suponer una causa eficiente ni una finalidad, los átomos se han ido uniendo azarosamente dando lugar al universo. La hipótesis del azar puede tener dos interpretaciones: que no existe la causalidad o que no podemos llegar a conocer las causas. La primera interpretación es bastante absurda, porque si todo depende del azar, es el azar «su causa». La segunda parece más consistente, pero no resulta muy científica, en cierto modo, indica pesimismo y desconfianza.

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