-¡Epa, Carrel! Tú como que tienes ojos hasta en la espalda. No se te escapa una.
Los compañeros de Alexis sentían una profunda admiración por él. Pertenecía a una de las familias más burguesas de Lyon y su inteligencia aventajaba a la de todos los alumnos que le habían precedido en el colegio jesuita de la calle Santa Elena.
Alexis Carrel había nacido en junio de 1873. Su padre moriría cuatro años más tarde, dejando en manos de su esposa una prósperaindustria y tres hijos. El chico creció en un ambiente desahogado, culto y cristiano.
A muy temprana edad ingresa en la escuela de medicina. Los estudios nunca fueron problema para él. Pero en la universidad impera el materialismo. Carrel, que antes había sido incluso monaguillo, escribía después de pasar dos años en la universidad: "No hay más certeza valedera que la que adquirimos por los hechos científicamente comprobados". La misma conclusión a la que había llegado, algunos años antes, Charles Nicolle. Desde aquel momento Dios, el alma, el milagro, la ley moral, los sacramentos, son considerados por Carrel como sueños de los que viven algunas mujeres y sus hijos mientras son niños.
Sin embargo, aún a pesar de afirmar categóricamente que es ateo, que nada ni nadie podrá convencerle de la existencia de otro mundo u otros valores que los que la ciencia logre demostrarle, de vez en cuando se encuentra consigo mismo y escribe: "La soledad es cruel.
Estoy en un desierto. Hay preguntas a las que nadie me responde.
La ciencia es demasiado muda. A veces quisiera tener la misma fe ciega de mi madre que, a pesar de todo, es feliz y tiene la segura esperanza del triunfo".
Alexis es un investigador nato. Lee incansablemente, medita, consulta. No hay rama de la ciencia que no le encandile. "Sin embargo, escribe en uno de sus libros, había olvidado lo más importante: la Sabiduría Eterna, la ciencia del alma y el empuje del amor fraterno".
Un viaje a Lourdes
-Alexis, por favor, necesito que me ayudes, le suplicaba uno de sus colegas, el Dr. Barret. No puedo ir a Lourdes con los enfermos.
Y es preciso que un médico los acompañe. Son fanáticos a pesar de su gravedad. Algunos pueden morir en el camino si no se les atiende.
-¿Yo a Lourdes?, le contestó Carrel. Tú sabes muy bien que el sólo hecho de pensar en ese centro de superstición me produce náuseas. ¿Quieres que llegue hasta el lugar?
Sin embargo, y como un favor al amigo, aceptó acompañar a los enfermos. Tenía treinta años entonces y ya ocupaba la cátedra de Anatomía en la Facultad de Lyon.
Por el camino otro colega se dirige a él y le habla con admiración de los portentos que se han realizado en Lourdes.
-Se trata de cánceres que han desaparecido, le dice, de
tuberculosis, de lupus, de cegueras de nacimiento.
-También Torcat, el mago, cura enfermos, le responde Carrel. Los faquires hacen milagros. La sugestión, amigo Lerroix, logra prodigios. La mayor parte de esos enfermos son neuróticos. La sugestión los rehabilita.
-Sin embargo, se apresura a decir su compañero, todos los casos han sido minuciosamente estudiados en las Oficinas de Comprobación por médicos afamados, ateos y creyentes.
-Imposible, insistió Carrel. Las observaciones habrán sido mal hechas, antes, durante o después del acontecimiento. El milagro hasta hoy no ha sido científicamente comprobado. Además, es absurdo, puesto que las leyes de la naturaleza son inmutables.
Ciertamente, ningún argumento vale nada contra la realidad de un hecho. A mí que me den hechos y yo me inclino.
Carrel ignoraba que uno, un hecho, precisamente en Lourdes y durante aquel viaje, echaría por tierra las firmes bases de su materialismo.
Al principio lo observa todo con curiosidad. Le desagradan los gestos triunfales e imperativos del Vicario General y las carreras de los curas. Le repugna, sobre todo, aquella fe ciega de los enfermos, algunos de ellos verdaderas piltrafas humanas. "Son todos unos ignorantes, se decía. Y lo peor del caso es que los clérigos que deberían reaccionar como seres inteligentes, aceptan semejantes actitudes con euforia".
De pronto, una joven enferma llama poderosamente la atención de Alexis. Está casi agonizando. María Baill se siente mortalmente aquejada de peritonitis tuberculosa en último grado. Sus padres han muerto también tuberculosos. Los médicos se niegan a operar a María. Están seguros de que no puede resistir la operación.
Carrel se acerca a la enferma y la examina detenidamente. "Temo que se me muera entre las manos, dice a sus dos ayudantes. Si ésta curara, sería un verdadero milagro. ¡Entonces creería en todo y me haría cartujo!”
Alexis se opone a que la muchacha se bañe en la piscina de la gruta. Moriría de inmediato. Sin embargo, permite que la lleven en camilla hasta la imagen de la Virgen. Carrel murmura entretanto una plegaria por lo bajo. "Yo quisiera creer como todos estos desgraciados que Vos no sois tan sólo una fuente exquisita, creada por nuestro cerebro, oh Virgen María. Curad, pues, a esta muchacha.
Ella ha sufrido mucho. Haced que ella viva un poco y haced también que yo crea".
Carrel anotó con precisión la hora: las dos y cuarenta minutos de la tarde. La enferma abre los ojos de repente. El vientre, abultado, disminuye en cuestión de minutos. Sus facciones se iluminan, el pulso vuelve a su estado normal.
A las tres de la tarde María, que antes no podía mover los labios, exclama con euforia: "¡Estoy curada!" Toma un poco de leche y recupera la fuerza que nunca había tenido.
Carrel escribía "Era algo imposible, algo inesperado, acababa de realizarse un milagro".
La enferma le dice que su intención es ingresar en un convento y dedicar su vida a cuidar enfermos. Otros dos médicos confirman el diagnóstico de Carrel: la curación es algo inexplicable médicamente hablando. Ha sido un milagro en el cual no intervinieron para nada las leyes de la ciencia.
Aquella noche Carrel no tiene ganas de acostarse. Como un sonámbulo acude a la basílica, llena de luces, votos y oraciones. A su lado un humilde campesino mira a la imagen en silencio, con ánimo suplicante. Más allá un joven universitario lee con atención un libro. Alexis se recoge también. Como lo hacía en Lyon cuando acompañaba a su madre a oír la misa. En su diario nos cuenta la plegaria que en aquel momento dirigió a la Virgen. "Virgen dulce, bondadosa para todos los desgraciados que os invocan con humildad, guardadme. Yo creo en Vos. Vos habéis querido responder a mis dudas con un milagro deslumbrante. Yo no lo sé ver y aún dudo.
Pero mi deseo más grande, y la meta de todas mis aspiraciones, es creer".
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Nota. Para una narración más detallada del milagro, accede aquí.Otras fuentes que dan fe del hecho milagroso. Accede aquí.
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La resistencia
El milagro ha sido patente. Pero Carrel aún no está en condiciones de aceptarlo con todas las consecuencias. Se resiste a poner en entredicho los postulados científicos en los que había depositado toda su fe. "La ciencia, nos dice, no lo explica todo. Pero lo hará. Es cuestión de esperar, de estudio, de investigación".
Carrel quería llegar a la fe a través del prodigio llamativo, del milagro portentoso. No había leído entonces las palabras de San Agustín: "Devolver la vista a un ciego, multiplicar cinco panes para devolver la vida a cinco mil hombres, es un prodigio menor que
hacer crecer las mieses, o hacer que nazcan tan sólo con su mirada, millones de seres vivientes".
De regreso a Lyon Carrel desea presentar oposiciones de cirugía. El tema central es el "milagro" del que ha sido testigo en Lourdes.
No llega a formular ninguna conclusión, pero expone el hecho con lujo de detalles. Sin embargo, sus compañeros, los médicos que oyen su discurso, le advierten con crudeza: "¡Es inútil insistir! Con tales ideas nada tiene usted que hacer entre nosotros!”
Los colegas le rechazan también decididamente cuando les expone su primer gran descubrimiento. "La arteria de un perro ha sido cortada. En lugar de rematar los dos extremos, como lo hacen sus maestros, lo cual paraliza la circulación, Carrel imagina un cosido perfecto de estas dos partes. Empalme perfecto. La sangre emprende de nuevo su curso con normalidad".
La nueva teoría sobre la sutura de los vasos sanguíneos molesta a sus camaradas. ¿Les va a dar lecciones un joven inexperto? Ya están cansados de proyectos e invenciones. Hay que ir a lo seguro.
Alexis no se desanima. Empaca sus cosas y se marcha a Estados Unidos. Allí es recibido con gran satisfacción, confiándosele la dirección del Instituto de Cirugía Experimental, fundado por Rockefeller. Prosigue sus descubrimientos con entusiasmo. Hace transplantes que hoy nos parecen normales, pero que entonces eran un desafío a todas las hipótesis. Logra toda clase de "injertos": un perro vive con la pata de otro, un conejo vive con el riñón de otro.
Logra incluso que el corazón de un pollo, colocado en una probeta, viva durante veinticinco años, alimentado por un líquido especial.
En 1912 se le otorga a Carrel el Premio Nobel de Medicina. No había cumplido aún los cuarenta años. Para sus colegas franceses el premio fue fruto de una política malintencionada. Se resistían a admitir su incompetencia y la sabiduría de Alexis.
En 1914 decide regresar a Francia. Pero aún se le sigue
menospreciando. Rockefeller no está dispuesto a perderle y funda un hospital para él, muy cerca de Lyon. Alexis lo toma con cariño. Es cuando descubre un líquido que elimina el uso del yodo y que, con injertos dérmicos, logró curar a miles de enfermos sin destruir sus tejidos.
Apenas concluida la guerra Carrel regresa a Estados Unidos. De nuevo emprendió la tarea de trabajar en el laboratorio con meticulosidad y de nuevo perfecciona todos sus descubrimientos anteriores. Sin embargo, su anhelo es pasar los últimos años de su trabajo en Francia. Retorna en 1939.
El mariscal Petain, confiando en su espíritu de servicio y en sus conocimientos, le encarga crear una obra estrictamente destinada a la ciencia: el Instituto de la Ciencia Humana. Sin embargo, pocos años después algunos compatriotas le harían pagar muy caro este servicio a Francia y a la ciencia. Cierran su instituto y le dejan en la calle.
Carrel sufre un gran desengaño y entra en el período más crítico de su vida y también en el que le llevaría, con lentitud, pero con firmeza, al descubrimiento de la luz. "Dios sabía lo que estaba haciendo, nos dice. Se servía de los acontecimientos que a cualquier ser humano le sobrevienen para llevarme a la conclusión que ha dado sentido a mi vida: sólo Dios tiene todas las respuestas en sus manos. Sólo el hombre que las busca las encuentra".
"La ciencia, la vida en general, y mi orgullo, me hicieron comprender que no todo podía acabarse con la visión del hombre y de la historia a partir de hipótesis puramente intramundanas. Era preciso abrirse a nuevos horizontes. Lo que no sabía yo era que esos nuevos horizontes los estaba viviendo mi madre y los enfermos de Lourdes desde un principio".
El coronel Lindberg, desesperado ante el secuestro y asesinato de su hijo, acude a su amigo Carrel para que le conforte. El famoso aviador adquiere el islote Illic, decide ir a vivir allí, invita a Carrel y se dispone a ser su colaborador. En el silencio de la isla Lindberg recupera su fe. Lo escribe en un artículo que da la vuelta al mundo.
"Yo he visto cómo la ciencia que siempre he admirado y la aviación que siempre he adorado con todo mi corazón, están a punto de destruir la civilización... Ahora comprendo que la verdad espiritual es más necesaria aún a una nación que el hormigón que sostiene los muros de las ciudades. Es necesario que aprendamos a aplicar las verdades de Dios a los actos humanos y a la orientación de nuestras ciencias".
Carrel se conmueve ante la conversión de su amigo. El cree, pero aún no ha llegado a expresar en fórmulas sencillas su fe. La ciencia ahoga aún las voces más claras del espíritu. Decide entonces conversar largamente con un sacerdote. Le expresa su duda fundamental: "¿Es posible conciliar los dogmas católicos con las conclusiones de las ciencias?", le pregunta. "No se trata aquí de dogmas, le responde el clérigo, sino de teorías y de hipótesis libres".
Poco tiempo después Carrel escribía: "Quiero creer y creo todo lo que la Iglesia Católica quiere que creamos, y para esto, yo no tengo ninguna dificultad, puesto que no encuentro en ella ninguna oposición real con los datos ciertos de la ciencia". De esta manera Carrel empezaba a liberarse.
"Es piadoso, confesaba a su obispo el clérigo que le había tratado de cerca. Reza incansablemente los salmos. Se admira ante la contemplación de una rosa y el correr de las liebres. Habla con fruición de la moral cristiana y manifiesta sentirse orgulloso de haberla constituido en norma de su vida. Sin embargo, aún no practica con la frecuencia con que suelen hacerlo otros convertidos.
Carrel es un naturalista consumado. Ve a Dios en todas las cosas.
No siente especiales deseos de ir a la iglesia".
El prelado, sabio y prudente, le contesta: "No se desespere, reverendo padre, Carrel tiene derecho a descubrir la presencia de Dios en lo más palpable. Algún día caerá en la cuenta de que en nuestros templos puede hacerlo acompañado de quienes debe considerar hermanos en la fe. Ojalá todos nuestros católicos, aquellos que van a misa dominicalmente, saliesen de nuestros templos con el ánimo contemplativo y místico de Alexis".
No apaguéis el espíritu
Poco tiempo después Carrel escribe el libro "La incógnita del hombre" que es traducido con el tiempo a dieciocho idiomas. Su obra póstuma es una enciclopedia de la meditación y se titula "Reflexiones sobre la conducta de la vida". En ella escribe: "El hombre solo en una ciudad mecanizada, inerme ante el puro goce, cediendo terreno a sus propios inventos, se convierte en un guiñapo".
"Es cosa vergonzosa rezar", escribía Nietzsche. Carrel le responde con seguridad: "Realmente es tan vergonzoso rezar como beber o respirar. El hombre tiene necesidad de Dios como del agua o del oxígeno... La influencia de la oración sobre el espíritu y el cuerpo humano es tan fácil de demostrar como la de la secreción de las glándulas. Los resultados se miden por un acrecentamiento de energía física, de vigor intelectual, de fuerza moral y de comprensión más profunda de las realidades fundamentales".
Con sesenta y cinco años encima Carrel regresa al credo de su infancia. No es aún practicante, pero es ya creyente. "Dios es para mí el aliento, escribe en su diario. Siempre lo supe, pero jamás lo quise aceptar. Mi orgullo, aquel vano intento de explicarlo todo a partir de principios científicos que me enseñaron en la universidad, ha quedado hoy muy atrás. Ahora veo que es Dios la fuente de todo saber y que los hombres somos algo en tanto en cuanto participamos de esa sabiduría divina".
Entre sus pensamientos de convertido podemos leer los siguientes: "Que cada minuto de mi vida esté consagrado a vuestro servicio, Señor. Desde la oscuridad por donde voy tropezando os busco sin cesar".
Navidad, 1939: "Dios mío, cuánto me pesa no haber comprendido la vida y haberme empeñado en entender cosas que es inútil empeñarse en comprender".
La vida no consiste en comprender, sino en amar, en ayudar a los otros, en orar, en trabajar... Haced, Dios mío, que no sea ya demasiado tarde. Haced que la última plegaria del libro no esté todavía escrita. Que yo pueda añadir otro capítulo a este pobre libro".
"Quisiera que mi experiencia alertase a cuantos, a través de los siglos, seguirán idolatrando a la ciencia. Ojalá ellos estudien e investiguen sabiendo de antemano que sus descubrimientos no son otra cosa que pequeños hallazgos de la huella de Dios".
En octubre de 1943 Carrel llama a su isla al abad de Boquem.
"Quisiera que Dios me concediese diez años de trabajo, le dice.
Deseo establecer científicamente las relaciones objetivas de lo espiritual y lo material, y para demostrar la veracidad y la potencia bienhechora del cristianismo".
Un día, en su juventud, más entusiasta como científico que nadie, vio con sus propios ojos un prodigio que quiso posteriormente ocultar. Pero el hecho acaecido en Lourdes a María Baill y las plegarias de su madre que siempre creyó con naturalidad, lograron abrir sus ojos al mundo del espíritu.
Poco antes de morir escribía: "Dios está en todas partes, pero quiere estarlo especialmente en algunas. El milagro no se realizó en el campo o en la casa de la enferma. Fue preciso ir a la gruta para que la Madre de Dios manifestase su poder. La iglesia es nuestra casa. Como ninguna otra nos cobija y nos universaliza. Nadie allí puede reclamar derechos o tratamiento preferente. Todos vamos al templo en plan de humildes pordioseros que necesitan el alimento del alma con urgencia".
El resto de sus días practicó con toda humildad. Asistía a misa como las viejecitas o los niños que antes catalogaba como necios.
Recibía la comunión con fervor. Moría en París el 4 de noviembre de 1944.
Uno de sus admiradores, el sabio Albert Donnat, escribía después de leer la vida de Carrel: "Vosotros, yo, todos los investigadores, somos cabecitas mojadas bajo un lago de ignorancia, y alargamos el cuello con sorprendente unanimidad hacia una luz apasionadamente querida. ¡Es preciso que exista un sol!”
Paul Bourget, leyendo las obras de Alexis con un espíritu crítico, decía: "El mundo se muere por negarse a ver a Dios allí donde más claramente suele hacerse notar. Carrel llegó a comprenderlo, aunque tarde. La respuesta de la fe es incomparablemente más satisfactoria que la de la ciencia".
En Lourdes han seguido sucediéndose infinidad de prodigios y conversiones. Pero en el resto del mundo miles de hombres se niegan a mirar esa luz que iluminó a Carrel porque no son capaces de reconocer sus limitaciones.
La siguiente película de las apariciones de Lourdes se desarrolla desde la perspectiva de un médico ateo
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Bello y edificante testimonio. Gracias por compartir.
ResponderEliminarBello y edificante testimonio. Gracias por compartir.
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