LA CIENCIA, VEHÍCULO DEL CONOCIMIENTO HUMANO

La ciencia, un oasis de conocimiento del mundo natural mediante el cual se revela la grandeza y bondad de su Creador.

BREVE HISTORIA DE LA TEORÍA DEL BIG BANG

Por: Timothy Ferris





"Mi mano puso los cimientos de la tierra y mi derecha estiró los  cielos.” -Isaías 48, 13-

"He colocado mis palabras en tu boca y te he escondido bajo mi mano cuando estiraba los cielos y echaba los cimientos de la tierra.” -Isaías 51, 16-

"Él hizo la tierra con su poder, afirmó el mundo con su sabiduría y con su inteligencia extendió los cielos. -Jeremías 51, 15-


La teoría del Big Bang enseña que el origen del universo parte o se inicia en una gran explosión que llevó a toda la materia del universo a expandirse, a estirarse, a extenderse. Según la teoría, en el instante antes de la Gran Explosión, el universo era muchísimo más pequeño que un átomo. Ahora bien, según la teoría, en el primer segundo de iniciado la expansión del universo el rango de oscilación fue tan crítico que de ello dependió si el resultado hubiera sido lo que tenemos hoy (galaxias, estrellas, y un planeta habitable con vida y seres capaces de estudiarlo y conocerlo) o el caos.

*** *** ***

“Ocurrió que el hombre que unió la relatividad de Einstein con los corrimientos al rojo de las espirales no fue un eminente teórico ni un hábil observador, sino un oscuro (desconocido) sacerdote y matemático belga llamado Georges Lemaître. Hijo de un vidriero de Lovaina y la hija de un cervecero, a los nueve años Lemaître decidió ser científico y clérigo. «No hay ningún conflicto entre la ciencia y la religión», le gustaba decir. Persona afecta a formar parte de sociedades, a sugerencia de Eddington, Lemaître hizo una gira por Estados Unidos, asistiendo a conferencias y repartiendo tarjetas con su nombre y dirección. Durante su viaje se enteró de los corrimientos al rojo de Slipher, y a su retorno a Bruselas escribió, en 1927, un profético artículo donde desarrollaba una superestructura matemática que vinculaba los corrimientos al rojo observados con el universo en expansión de la relatividad general.

El artículo pasó inadvertido. Lemaître lo publicó en un oscuro periódico --un hábito admirablemente humilde pero profesionalmente desventajoso que nunca abandonó--, y de todos modos no era el tipo de persona que da la impresión de ser un genio. De aspecto claramente burgués, de muchacho hogareño con atuendo de sacerdote, Lemaître era ignorado por las luminarias a las que se acercaba en la Conferencia Solvay sobre física reunida en Bruselas ese mes de octubre. Hasta Einstein, por lo común indulgente, perdió la paciencia ante los requerimientos de ese pilar de la normalidad de clase media. «Vos calculs sont corrects, mais votre physique est abominable» («Sus cálculos son correctos, pero su física es abominable»), le dijo Einstein a Lemaître. (Einstein reconsideró su actitud, y en Bruselas, en 1933, entregó una conferencia a Lemaître, tranquilizando al nervioso clérigo, que tartamudeaba al hablar, diciéndole en voz baja afirmaciones como «trés joli, trés, trés joli», «muy hermoso, muy, muy hermoso».)

La situación se hizo más clara para Lemaître, si no para sus colegas más afamados, con la publicación del artículo de 1929 de Hubble sobre la relación corrimiento al rojo-distancia. En enero de 1930, Eddington, De Sitter y los otros maestros reconocidos de la cosmología teórica se reunieron en la Royal Astronomical Society y allí trabajaron intensamente, y en vano, para construir un puente matemático entre la cosmología relativista de De Sitter y el descubrimiento de Hubble. Lemaître se enteró de sus intentos en el número de febrero de The Observatory y le escribió a Eddington recordándole que él ya había resuelto el problema. Eddington envió un ejemplar del artículo de Lemaître a De Sitter, y luego, con la generosidad y buen juicio que habían inspirado sus esfuerzos similares en defensa de Einstein años antes, proclamó ante el mundo que un profesor de matemáticas belga poco conocido era el autor de la primera cosmología basada en la expansión del universo. Fue así como Hubble empezó a comprender la significación potencial de sus propios hallazgos.

Entre tanto, Lemaître había empezado a pensar en el origen del universo. Un universo en expansión, evidentemente, debía de haber sido antaño muy diferente de como es en el presente. Las galaxias actuales están separadas por millones de años-luz; en un principio deben de haber estado mucho más cercanas. En verdad, en el origen, todo debe de haber estado cerca de todo. La densidad del universo joven debe de haber sido muy grande, realmente, tan grande quizá como la de un núcleo atómico. Pensando en trayectorias convergentes que se remontan hacia atrás en el tiempo, Lemaître empezó a forjar los primeros lazos entre la cosmología, la ciencia de lo muy grande, y la física nuclear, la ciencia de lo muy pequeño.

Esta extrapolación no le gustó al defensor de Lemaître, Eddington. «Puesto que no puedo evitar introducir esta cuestión de los orígenes --escribió--, me ha parecido que la teoría más satisfactoria sería una que hiciese de los comienzos algo no demasiado antiestéticamente abrupto» (la cursiva es de Eddington). 

Eddington pensaba que el uni-verso había empezado como un sistema estable, quizás similar a un cúmulo estelar, que se había disgregado de modo que dio origen a la expansión cósmica. 

Lemaître adoptó una posición más radical. Conjeturó que el universo pudo haber comenzado como un punto infinitamente pequeño --una «singularidad», en lenguaje matemático-- en el tiempo cero, «un día sin ayer», cuando el espacio era infinitamente curvo y toda la materia y toda la energía estaban concentradas en un solo cuanto de energía. Lemaître llamaba a este estado genesíaco el «átomo primordial», y a su erupción el «gran ruido». 

Más tarde, el astrofísico Fred Hoyle, a quien la idea le disgustaba más aún que a Eddington, designó el suceso de la creación con un nombre intencionalmente feo que perduró. Hoyle lo llamó el big bang [«el gran bum o gran explosión»].

El abismo entre la teoría europea y las observaciones norteamericanas empezó a cerrarse a principios de los años treinta, cuando Einstein y muchos otros judíos alemanes, intelectuales, y otros indeseables, conscientes de los fines de Hitler, empezaron a emigrar a los Estados Unidos. En 1931, Einstein visitó Monte Wilson, donde Hubble, echando bocanadas con su pipa, con un desdén digno de Churchill del protocolo del observatorio, le llevó a dar una vuelta por la cúpula y le mostró las pruebas espectrográficas de la expansión cósmica que había previsto la teoría general. Dos años más tarde, de vuelta en el sur de California, Einstein oyó a Lemaître describir su teoría del átomo primordial en una conferencia dada en la biblioteca de la oficina del observatorio de Monte Wilson, en la calle de Santa Bárbara, Pasadena. 

«En el comienzo de todo hubo fuegos artificiales de inimaginable belleza --dijo Lemaître poniéndose lírico--. Luego se produjo la explosión y a renglón seguido los cielos se llenaron de humo. Hemos llegado demasiado tarde para hacer más que imaginarnos el esplendor del día de la creación.» Einstein se puso de pie al final de la charla y llamó a la teoría de Lemaître «la más bella y satisfactoria interpretación que he escuchado».

Insuficientemente desarrollada para ser llamada una teoría, la concepción de Lemaître del génesis como un suceso de desintegración nuclear puede ser descrita mejor como una hipótesis de trabajo. Lemaître lo comprendió tan bien como cualquiera y recordó a los lectores de su libro El átomo primigenio que «no debe darse demasiada importancia a esta descripción del átomo primigenio, descripción que tendrá que ser modificada, quizá, cuando nuestro conocimiento de los núcleos atómicos sea más perfecto». 

Con todo, y aunque fuese a manera de tentativa, el enfoque de Lemaître previó el curso de la cosmología en la segunda mitad del siglo xx, contribuyó a poner la ciencia en ese camino y tuvo el saludable efecto inmediato de invitar a los físicos nucleares a ocuparse del ámbito cosmológico. Algunos aceptaron la invitación, y el resultado fue una infusión de sangre nueva y capacidad intelectual en ese campo. Pronto físicos de la talla de Enrico Fermi, Carl Friedrich von Weizsacker y Edward Teller aportaron su considerable talento a la cuestión de saber qué pasó en los primeros momentos del big bang.

En el primer plano de ese esfuerzo estuvo el emigrado ruso, engañosamente tolerante y amable, George Gamow. Ingenioso, iconoclasta e irreverente hacia las obras de la humanidad, si no las de la naturaleza, Gamow era, como Einstein, uno de esos raros individuos que parecen no perder nunca su curiosidad infantil y su capacidad de asombrarse. Una de las cosas que más le intrigaba era cómo empezó el universo.

Uno de los principales intereses de Gamow, como veremos, se relacionaba con la formación de elementos tempranamente en la historia del universo. Razonaba que el material del joven universo puede haber estado bastante caliente y denso como para que los núcleos atómicos se fusionasen para formar combinaciones diversas, creando los elementos tal como los conocemos. Esta línea de investigación tendría resultados variados en las manos de Gamow (la física teórica aún era insuficientemente madura para llevar a cabo muchos de los cálculos involucrados), pero su retrato del universo primitivo como un plasma caliente, denso y en rápida evolución dio origen a una de las más importantes predicciones de la historia de la ciencia: la de la radiación cósmica de fondo, una ubicua y latente energía que quedó como remanente del big bang.

La idea del big bang caliente de Gamow conjeturaba que, si el universo empezó caliente y ha estado expandiéndose y enfriándose desde entonces, su temperatura actual, aunque fría, no sería absolutamente fría. Debe haber algún calor residual que quedase del big bang. Esta energía se habría extendido y, por ende, su frecuencia habría disminuido por la expansión cósmica. En términos técnicos, los fotones que transportasen la energía del big bang, al haberse originado en las longitudes de onda de la luz, tendrían que haberse corrido al rojo por la posterior expansión del universo, para convertirse en las frecuencias menores de energía electromagnética que llamamos radiación radio de microondas. Los colegas de Gamow, Ralph Alpher y Robert Herman, al corregir errores aritméticos en uno de los artículos sobre el big bang, conjeturaron que el universo actual está lleno de un océano de fotones con unatemperatura ambiente de «alrededor de cinco grados Kelvin».

En esa época, se prestó poca atención a la predicción de Alpher y Herman de que debía quedar una radiación-reliquia del big bang. 

Parecía algo esotérico y, en todo caso, imposible de verificar. La radioastronomía estaba en su infancia, y no había en la Tierra nada que se pareciese a un radiotelescopio de microondas. Una década más tarde, cuando la radioastronomía se convirtió en una realidad, Robert Dicke, de la Universidad de Princeton, llegó independientemente a la misma idea, y se puso a construir un receptor de microondas para escuchar la radiación cósmica de fondo. 

Todavía estaba trabajando en él cuando se enteró de que dos investigadores de los Laboratorios Bell, Amo Penzias y Robert Wilson, tenían problemas para explicar un persistente silbido en una antena de microondas que Bell había construido para experimentos en comunicaciones vía satélite. La temperatura de este ruido no deseado era de 2,7 grados. Aunque ninguno de los tres recordaba la labor de Gamow, Alpher y Herman, éste era exactamente el valor que ellos habían predicho (una vez que sus cálculos fueron actualizados para incorporar posteriores mejoras en la escala de Hubble de la edad del universo). Penzias y Wilson ganaron un Premio Nobel de física por su descubrimiento, y Lemaître, que en ese entonces tenía setenta y dos años, se enteró de su hallazgo en una de las últimas conversaciones de su vida.

Hoy la afirmación de que vivimos en un universo en expasión reposa en tres líneas de investigación fundamentales. La primera es la ley de Hubble. La relación entre las distancias de las galaxias y el corrimiento al rojo de su luz parece corresponder a los límites de la observación actual --hasta cientos de millones de años-luz--, y la única explicación sólida conocida para tal hecho es que los corrimientos al rojo son producidos por la velocidad de alejamiento de las galaxias en un universo en expansión. El segundo elemento de juicio es la radiación cósmica de fondo. Delinea la curva de «cuerpo negro» que caracterizaría al espectro de fotones liberados en el big bang, y se recibe con igual fuerza desde todas las direcciones, excepto por una pequeña anisotropía (o «lugar caliente») introducida por el movimiento absoluto de la Tierra dentro de la estructura cósmica global. El tercer conjunto de datos es cronológico. La edad del universo inferida de la velocidad de expansión, de diez a veinte mil millones de años, concuerda con las edades de las más viejas estrellas conocidas, de doce a dieciséis mil millones de años, y con la temperatura de la radiación cósmica de fondo.

Cualesquiera que sean sus otras implicaciones para el pensamiento humano --y son muchas--, la expansión del universo tuvo la enorme ventaja de dar a la cosmología una dimensión de historia cósmica. Puede verse ahora que la estructura del universo, desde los núcleos atómicos hasta los vastos supercúmulos de galaxias que se extienden por centenares de millones de años-luz en el espacio, ha evolucionado a partir de estructuras anteriores; para explicar su situación actual necesitamos, evidentemente, lograr una mayor comprensión de su historia”

La Aventura del Universo,
por: Timothy Ferris.
Págs. 169-173.
Grijalbo Mondadori, S.A. 1990.

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