Por: P. Jorge Loring, S.J.
Por: Vittorio Messori
Galileo
Por P. Jorge Loring, S.J.
Para atacar a la Iglesia se suele aducir la condenación de Galileo.
En primer lugar, conviene tener en cuenta que todos somos hijos de nuestro tiempo: En la Edad Media se moría la gente por enfermedades de las que hoy no se muere nadie.
El Derecho Romano admitía la esclavitud, y hoy se rechaza en el mundo entero.
La humanidad progresa en sus conocimientos técnicos y antropológicos.
Es ridículo pretender que la Iglesia de la Edad Media pensara como hoy en temas que no son dogmáticos: el geocentrismo era el modo de pensar de aquel tiempo.
Con todo, conviene advertir que la condenación de Galileo fue obra de una Congregación Romana, no del Papa...
Aparte de esto, la Iglesia, en aquel momento, juzgó a Galileo como los mejores astrónomos de su tiempo. Todos los que estudian los argumentos de Galileo (1564-1642) afirman que él no probaba su hipótesis. Por eso no convenció a Tycho-Brahe (1546-1601), contemporáneo suyo, que siguió siendo geocentrista como Tolomeo, que, el siglo II después de Cristo, hizo a la Tierra el centro del universo.
Galileo no pasó de probar la suma probabilidad del sistema de Copérnico sin conseguir demostrarlo con certeza. Sus argumentos carecían de fuerza probativa, no ya ante la ciencia astronómica de aquel tiempo, sino ante la de hoy, mejor informada que entonces.
Galileo tuvo la intuición de interpretar los textos bíblicos no literalmente como los teólogos de su tiempo, sino como hoy los interpretamos, sin saber él nada de los géneros literarios.
En resumen, que como dice Walter Brand Muller: "Se da el paradójico resultado de que Galileo se equivocó en el campo de la Ciencia y los eclesiásticos en el campo de la Teologia".
Cien años después se aportaron más y mejores pruebas, y en 1741 el Papa Benedicto XIV autorizó la publicación de las obras de Galileo en favor de la teoría heliocéntrica, que entonces estaban prohibidas.
Con todo hay que advertir que Galileo no fue condenado por su teoría heliocéntrica, pues lo mismo dijo Copérnico cien años antes y la Iglesia no se metió con él. Es más, su obra fundamental, Las órbitas de los mundos celestes, publicada en 1543, está dedicada al Papa Pablo III. Pero Copérnico presentaba sus ideas sólo como una hipótesis.
Galileo no fue condenado por lo que decía, sino como lo decia.
Galileo fue condenado por su insistencia en interpretar la Sagrada Escritura. Ante la insuficiencia de sus argumentaciones astronómicas, Galileo utilizaba también textos de la Sagrada Escritura, interpretándolos a su manera, para fundamentar su posición.
La Iglesia le dijo que se limitara a presentar sus ideas como una hipótesis cientifica, y no quiso hacer caso.
Aunque la condena de la Iglesia a Galileo fue disciplinar y no dogmática, hoy se piensa que fue inoportuna.
El Cardenal Paupard, Presidente del Consejo Pontificio de Cultura, dijo en una entrevista que le hizo Jesús Colina, Director de ZENIT, el Boletín informativo del Vaticano en INTERNET: 'Galileo sufrió mucho: pero la verdad histórica es que fue condenado sólo a "formalem carcerem" una especie de reclusión domiciliaria, varios jueces se negaron a suscribir la sentencia, y el Papa de entonces no la firmó. Galileo pudo seguir trabajando en su ciencia y murió el 8 de enero de 1642 en su casa de Arcetri, cerca de Florencia. Víviani, que le acompañó durante su enfermedad, testimonia que murió con firmeza filosófica y cristiana, a los setenta y siete años de edad. Galileo, el científico, vivió y murió como un buen creyente.
GALILEO Y LA IGLESIA
Por: Vittorio Messori. Periodista italiano
Según una encuesta del Consejo de Europa realizada entre los estudiantes de ciencias de todos los países de la Comunidad, casi el 30% de ellos tiene el convencimiento de que Galileo Galilei fue quemado vivo en la hoguera por la Iglesia. Casi todos (el 97 %), de cualquier forma, están convencidos de que fue sometido a torturas.
Los que realmente, no muchos tienen algo más que decir sobre el científico pisano, recuerdan como frase «absolutamente histórica», un «Eppur si muove»!, fieramente arrojado, después de la lectura de la sentencia, contra los inquisidores convencidos de poder detener el movimiento de la Tierra con los anatemas teológicos.
Estos estudiantes se sorprenderían si alguien les dijera que estamos ahora en la afortunada situación de poder datar con precisión por lo menos este último falso detalle: la «frase histórica» fue inventada en Londres en 1757 por Giuseppe Baretti, periodista tan brillante como a menudo muy poco fehaciente.
El 22 de junio de 1633, en Roma, en el convento dominicano de Santa Maria sopra Minerva, después de oír la sentencia, el «verdadero» Galileo (no el del mito) dio las gracias a los diez cardenales, tres de los cuales habían votado a favor de su absolución, por una pena tan moderada. Porque también era consciente de haber hecho lo posible para indisponer al tribunal, entre otras cosas intentando tomarles el pelo a esos jueces entre los cuales había hombres de ciencia de su misma envergadura asegurando que en realidad en el libro impugnado (que se había impreso con una aprobación eclesiástica arrebatada con engaño) había sostenido lo contrario de lo que se podía creer.
Es más: en los cuatro días de discusión, sólo presentó un argumento a favor de su teoría de que la Tierra giraba en torno al Sol.
Y era erróneo. Decía que las mareas eran provocadas por la «sacudida» de las aguas, a causa del movimiento de la Tierra. Una tesis risible, a la que sus jueces-colegas oponían otra, que Galileo juzgaba «de imbéciles»: y que sin embargo, era la correcta. Esto es, el flujo y reflujo del agua del mar se debe a la atracción de la Luna. Tal como decían precisamente aquellos inquisidores a los que el pisano insultaba con desprecio.
Aparte de esta explicación errónea, Galileo no supo aportar otros argumentos experimentales, comprobables, a favor de la centralidad del Sol y del movimiento de la Tierra. Y no hay que maravillarse: el Santo Oficio no se oponía en absoluto a la evidencia científica en nombre de un oscurantismo teológico. La primera prueba experimental, indiscutible, de la rotación terrestre data de 1748, más de un siglo después. Y para «ver» esta rotación, habrá que esperar hasta 1851, con ese péndulo de Foucault, tan apreciado por Umberto Eco.
En aquel año 1633 del proceso a Galileo, el sistema ptolemaico (el Sol y los planetas giran en torno a la Tierra) y el sistema copernicano (la Tierra y los planetas giran en torno al Sol) eran dos hipótesis del mismo peso, en las que había que apostar sin tener pruebas decisivas.
Y muchos religiosos católicos estaban a favor del «innovador» Copérnico, condenado, en cambio, por Lutero.
Por otra parte, no sólo Galileo se equivocaba al referirse a las mareas, sino que ya había incurrido en otro grave error científico cuando, en 1618, habían aparecido en el cielo unos cometas.
Basándose en apriorismos relacionados con su «apuesta» copernicana, había afirmado con insistencia que sólo se trataba de ilusiones ópticas y había arremetido duramente contra los astrónomos jesuitas (religiosos católicos) del observatorio romano, quienes decían, en cambio, que estos cometas eran objetos celestes reales. Luego volvería a equivocarse con la teoría del movimiento de la Tierra y de la fijeza absoluta del Sol, cuando en realidad éste también se mueve en torno al centro de la galaxia.
Nada de frases «titánicas» (el demasiado célebre «Eppur si muove!»), de todas formas, más que en las mentiras de los ilustrados y luego de los marxistas, véase Bertolt Brecht. Ellos crearon deliberadamente un «caso», útil a una propaganda que quería (y quiere) demostrar la incompatibilidad entre ciencia y fe.
¿Torturas? ¿Cárceles de la Inquisición? ¿Hoguera? Aquí también los estudiantes europeos del sondeo se llevarían una sorpresa. Galileo no pasó ni un solo día en la cárcel, ni sufrió ningún tipo de violencia física. Es más, llamado a Roma para el proceso, se alojó (a cargo de la Santa Sede) en una vivienda de cinco habitaciones con vistas a los jardines del Vaticano y con servidor personal. Después de la sentencia, fue alojado en la maravillosa Villa Medici en el Pincio. Desde aquí, el «condenado» se trasladó, en condición de huésped, al palacio del arzobispo de Siena, uno de los muchos eclesiásticos insignes que le querían, que lo habían ayudado y animado, y a los que había dedicado sus obras. Finalmente llegó a su elegante villa en Arcetri, cuyo significativo nombre era «Il gioiello» («La joya»).
No perdió la estima o la amistad de obispos y científicos, muchas veces religiosos. No se le impidió nunca proseguir con su trabajo y de ello se aprovechó, continuando sus estudios y publicando un libro --Discursos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias-- que es su obra maestra científica. Ni tampoco se le había prohibido recibir visitas, así que los mejores colegas de Europa fueron a verle para discutir con él. Pronto le levantaron la prohibición de alejarse a su antojo de la villa. Sólo le quedó una obligación: la de rezar una vez por semana los siete salmos penitenciales. En realidad, también esta «pena» se había acabado a los tres años, pero él la continuó libremente, como creyente que era, un hombre que había sido el benjamín de los Papas durante larga parte de su vida; y que, en lugar de erigirse en defensor de la razón contra el oscurantismo clerical, tal como afirma la leyenda posterior, pudo escribir con verdad, al final de su vida: «In tutte le opere mie non sara chi trovar possa pur minima ombra di cosa che declini dalla pieta e dalla riverenza di Santa Chiesa». (En todas mis obras no habrá quien pueda encontrar la más mínima sombra de algo que recusar de la piedad y reverencia de la Santa Iglesia). Murió a los setenta y ocho años, en su cama, con la indulgencia plenaria y la bendición del Papa. Era el 8 de enero de 1642, nueve años después de la «condena» y después de 78 años de vida.
Una de sus hijas, monja, recogió su última palabra. Ésta fue: «¡Jesús!»
Por otra parte, más que con los «eclesiásticos», tuvo problemas con los «laicos»: o sea, con sus colegas de las universidades, que por envidia o conservadurismo, blandiendo Aristóteles más que la Biblia, lo intentaron todo para quitarlo de en medio y reducirlo al silencio.
La defensa le vino de la Iglesia; la ofensa, de la universidad.
En ocasión de la reciente visita del Papa a Pisa, un ilustre científico deploró, en un «importante» diario, que Juan Pablo II «no puso ulterior y debida enmienda por el trato inhumano de la Iglesia hacia Galileo».
Si debemos hablar de ignorancia, por lo que se refiere a los estudiantes del sondeo, con los que hemos empezado, en el caso de estudiosos de tal envergadura, la sospecha es de mala fe. La misma mala fe que se mantiene desde la época de Voltaire y que tantos complejos de culpabilidad ha creado en católicos mal informados. Sin embargo, no solamente las cosas no fueron como pretende la propaganda secular; sino que hoy en día hay nuevos motivos para reflexionar acerca de las no innobles razones de la Iglesia.
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