Son las tres de la mañana. La ventana de Nicolle todavía sigue iluminada. Los vecinos, la mayoría amigos de su infancia, no se extrañan de que Charles continúe despierto a tan altas horas de la noche. Es un científico convencido. Duerme cuando logra despejar la última duda de su mente. A veces ni siquiera se acuesta. Se contenta con echar una siestecita en el sillón apoltronado de sus antepasados.
El sueño para él no es problema. El problema es la cabeza. No puede quedarse tranquilo ni un momento. ¡Le vienen tantas cosas a la vez! Quisiera solucionarlo todo al instante.
Pero Cecilia, la solícita ama de llaves que le había seguido incondicionalmente al África, estaba absolutamente segura de que en aquella oportunidad algo raro le estaba pasando a Nicolle. Al proponerle aquel viaje inesperado a Ruán le había dicho que deseaba descansar, conversar con los amigos de siempre y recorrer el campo.
Pocos días antes había escrito: «Estoy viendo con mi fantasía bajo un cielo gris Ruán, mi ciudad natal, sus agujas, sus torres en forma de corona, el cinturón de sus colinas, la humareda de sus industrias y la ruta vaporosa del gran río, llamada a los instintos de una raza aventurera.»
Sin embargo, ni siquiera había intentado asomarse al balcón y ver, como en otras ocasiones, el correr de la gente, la algazara de los chiquillos al salir de sus aulas y el lento caminar de las carretas.
-Monsieur, ¿está usted despierto?, preguntó Cecilia, tocando suavemente con sus nudillos la puerta de la alcoba.
Charles no contestó. Posiblemente no oyó a su solícita sirvienta.
Así es que Cecilia decidió espiar sus movimientos a través de la rejilla.
Nicolle no dormía. Estaba sentado, con la cabeza entre las manos.
La mujer nunca había visto semejante parecido con la estatua del pensador. Era la postura común en sus momentos de investigación y alucinación científica. Con el pelo revuelto y señales evidentes de cansancio, movía los dedos y a veces gesticulaba.
-Así no puede descansar, le dijo la criada acercándosele.
Regresará a París agotado. Olvídese de su laboratorio, por favor.
-Lo he olvidado, Cecilia, le respondió el sabio sin asustarse de su presencia.
-¿Qué le preocupa entonces, Monsieur?, insistió la mujer con cariño.
-Dios, respondió Nicolle dando un suspiro.
-¿Dios?, se extrañó Cecilia. Nunca antes le había visto preocupado por Él. ¿Qué ha pasado?
-Ahora he comprendido, amiga mía, que soy un recipiente cristiano sin aceite. Un amigo me ha enviado una obra mística muy conocida. La he leído detenidamente. No la entiendo y, sin embargo, quisiera poder hacerlo. He vivido en otro mundo. Pero anhelo conocer el de mi compañero. El tuyo, Cecilia. Tener esa fe simple que tú posees que te hace darle a cada cosa el lugar que le pertenece y a las personas un hueco en tu corazón, lleno de fraternidad cristiana. Debe ser apasionante la fe.
-Pero, ¿cómo es posible, Nicolle? Usted siempre ha vivido de la ciencia. He leído algunos de sus libros. No los entiendo muy bien, pero he creído leer frases duras sobre la fe. Usted ha dicho que la fe es ridícula, que la ciencia lo explica todo.
-Me enseñaron a pensar así, Cecilia. Mis profesores no tenían corazón. Negaban los portentos de la gracia y afirmaban con creces sus mediocres logros. El egoísmo, amiga no nos deja ver con claridad.
Cecilia salió de la estancia tan silenciosamente como había entrado. En el fondo siempre le había pedido a Dios por la conversión de Charles. Era un hombre adorable. Respetaba incluso a quienes más daño le hacían. Ella soñaba con transformar aquellas virtudes humanas en méritos de creyente. Se alegró de que a Nicolle no le preocupasen ahora la química ni los trasplantes, sino su conciencia. Estaba descubriendo, sin microscopios ni probetas, el universo del espíritu.
El estudio como pasión
Charles Nicolle había nacido en Ruán (Francia) el 21 de septiembre de 1866. Desde temprana edad le atraían los juegos, como a cualquier chiquillo de su edad, pero le apasionaba aún más el estudio. No se contentaba con repetir los datos que le ofrecían sus maestros. Trataba de investigarlos por cuenta propia. Su padre, buen médico y excelente ciudadano, le inculcó el hábito del esfuerzo y la superación.
Carlos y su hermano Mauricio estudiaron medicina, llegando a ser los dos excelentes biólogos. Pero mientras Mauricio se quedaba en Ruán, siguiendo el mismo camino de su padre, contrayendo matrimonio y aceptando las condiciones de una vida civil normal, Charles se fue a París con ansias de superar sus conocimientos.
Trabajó como interno en algunos hospitales. Se preparó a conciencia en el Instituto Pasteur. Aprendió los métodos de experimentación e investigación que le llevarían a notables descubrimientos.
Por algún tiempo regresó a Ruán, ocupando la cátedra de Microbiología e Higiene en su afamada universidad. Publica su primer trabajo con éxito, de tal forma que a los treinta y seis años ya es conocido en toda Europa. En 1902 es solicitado como director del Instituto Pasteur de Túnez.
Un sobrino de Pasteur había estado al frente del mismo, convirtiéndolo en un interesante laboratorio de estudios agrícolas y en un centro de vacunas antivariólicas y antirrábicas. Nicolle lo haría famoso en todo el mundo.
Al despedirse de Ruán escribió: «Allí está la casa en la que vivían los que me han hecho todo lo que soy. Muy cerca, en el gran patio del liceo, vela el gran poeta trágico. Las enseñanzas que he recibido a su sombra no se diferencian mucho de las que él recibió en la misma casa; la lección de los antiguos y el eco rudo bajo estos climas de la más hermosa moral. Sin esta disciplina clásica comprendo que no habría habido para mí entusiasmo, ni conciencia, ni mesura. ¡Fue elocuente tu sombra, oh defensor de la voluntad, Corneille!»
En Túnez pasaría la mayor parte de su vida profesional. En su laboratorio hizo notables descubrimientos, siendo el principal la profilaxis del tifus exantemático.
El Dr. Calmette, desde el Instituto Pasteur de París, llegó a decir que "dicho descubrimiento puso fin a una plaga de la cual no se sabía casi nada y que diezmaba poblaciones enteras, lo mismo que a los ejércitos en campaña. El espíritu de observación de Nicolle, puntualizaba Calmette, se manifestó de manera patente al dar a conocer que esta forma mortal del tifus se transmite por el piojo, parásito muy extendido en África a causa de la falta de higiene de la población indígena".
Poco tiempo después Charles descubre las formas inaparentes de las enfermedades infecciosas. De esa manera prevenía y atacaba el mal cuando no había aún síntomas externos del mismo.
La revelación de las infecciones inaparentes revolucionó el mundo de la biología y abrió el camino a nuevas investigaciones. Duhamel ha dicho sobre el particular: "Al permitir explicar la conservación indefinida de los virus en el mundo ha abierto al médico, al sicólogo y al filósofo, amplias avenidas hacia regiones ignoradas en el campo del espíritu".
Nicolle atacó con acierto otras muchas enfermedades infecciosas, ofreciendo nuevos cauces a la parasitología. Hizo especial hincapié en un nuevo tipo de enfermedades, las leishmaniosis, de las que forma parte el kalaazar y el botón de Oriente, que "son debidas al desarrollo en el organismo de un protozoo particular, hasta sus estudios sobre la fiebre recurrente, el tracoma, sueroterapia preventiva del sarampión, tan peligroso para los niños.”
León Daudet, uno de sus más íntimos colaboradores, escribía pocos días después de la muerte de Nicolle: "Ha proyectado sobre el destino de las enfermedades infecciosas una mirada genial que revoluciona enteramente los conocimientos anteriores".
En 1924 se le concede a Charles el premio Orisis, y en 1928 se le otorga el Nobel de Medicina. Poco tiempo después los franceses reconocieron su talento y le nombraron miembro de la Academia de Ciencias.
Entre sus obras más significativas están la "Introducción a la carrera de medicina experimental" y "Destino de las enfermedades infecciosas".
Pero allá, en el fondo
Charles no vivía para las recompensas humanas. El trabajo era un deber para él. No le importaba demasiado que apreciaran o no sus conquistas. Estaba seguro de hacer con ellas bien a la humanidad y de llevar hacia sus últimas consecuencias a la ciencia. Deseaba realizarse como médico y colaborar en la erradicación de aquellas enfermedades infecciosas que diezmaban poblaciones enteras. En cierta ocasión le dijo a Duhamel:
-"¿Sabes que soy uno de los que se han aprovechado de la guerra? He descubierto la profilaxia del tifus en 1909, cinco años antes de la guerra. Si hubiera hecho el mismo descubrimiento en 1890, hubiera permanecido largo tiempo en el campo confidencial".
Según algunos de sus biógrafos (que le conocieron personalmente), Charles era alto y delgado, lleno de arrugas antes de tiempo, el color pálido, bajo su amplio sombrero negro, los labios dominados por un pequeño bigote. Se mostraba a veces un poco taciturno, pues le era difícil seguir una conversación general, impedido por una sordera que, sin ser completa, le obligaba con todo a servirse casi constantemente de su audífono.
Su conversación era espontánea, cordial y amena. Leía incansablemente y tenía un don especial para unir unos sucesos con otros, de tal manera que una hora de permanencia a su lado era más provechosa que la clase más erudita.
Era un científico, pero nunca dejó de ser un hombre, con sus debilidades y sus grandezas. Procedía tan seriamente en su laboratorio como en sus relaciones con los más íntimos. Desde niño se había acostumbrado a no tomar la vida como un juego, sino como una apasionante batalla. Era científico y era poeta. Contemplaba con fruición las flores, el azul del cielo y las aves del parque.
-"No estoy hecho para ser hombre de ciencia, solía decir. Tengo demasiada imaginación, fantasía e independencia. Y si he podido llevar a término mis trabajos, se debe a que estaba en Túnez, lejos de las Facultades, de las Universidades, las sociedades de sabios y de todo lo que aquí se esgrime".
Entre sus escritos no sólo figuran libros o artículos sobre sus investigaciones científicas. Tiene obras de ensayo, de poesía y hasta de teatro. Poseía una sensibilidad exquisita y jamás los tubos de ensayo apagaron sus ansias de vida, de belleza y de amistad sincera.
El laboratorio es un mundo tan pequeño..., le decía a Duhamel.
No entiendo a quienes lo han convertido en un santuario. De vez en cuando conviene cerrarlo y salir a respirar el aire puro del mejor centro de la ciencia, la naturaleza.
-La humanidad espera que usted ame el laboratorio, le contestaba Duhamel. Necesita que usted descubra los secretos del dolor y halle el remedio a tantas enfermedades como ensombrecen al hombre.
-El dolor, le replicaba Charles... Todos los hombres temen al dolor y a la enfermedad. Y, sin embargo, a veces son los únicos capaces de hacernos comprender el verdadero sentimiento de la vida.
Quisiéramos disfrutar como humanos, pero no sufrir como humanos.
Y la vida hay que aceptarla con todas sus consecuencias, con las que nos agradan y con las que nos purifican.
-El progreso nos pide que hagamos la vida más satisfactoria, insistía Duhamel.
-Sí, erradicaremos las enfermedades. Lograremos un nivel de vida superior. No nos faltará nada. Pero, ¿puede un cuerpo callarse cuando el espíritu nada en el vacío? Me parece, estimado colega, que hemos olvidado esto. No hemos escuchado los terribles lamentos del espíritu.
Charles entraba perfectamente en la descripción que años antes hiciera Pasteur: "En todo ser humano hay dos hombres: el sabio y el hombre sensible, el hombre del sentimiento, que no quiere morir como muere una bacteria".
Como la mayoría de los jóvenes universitarios Nicolle fue conquistado por el racionalismo entonces en boga, dejando a un lado las enseñanzas cristianas que su madre le impartiera durante la infancia, y que él había practicado sin cuestionar hasta los diecisiete años. Avasallado por la euforia de los científicos menos sensatos y los racionalistas más intransigentes, llegó a escribir: "Buscando bases a la moral he creído no poder encontrar seguridad más que en el testimonio de los sentidos, iluminados y coordinados por la razón, es decir, en la interpretación lógica de los hechos y actos de la Naturaleza".
Su madre le escribía angustiada, apelando a sus principios.
Charles le contestaba con serenidad, pero también con intransigencia.
"Veo cómo mi hijo ha pasado de la fe incondicional a la indiferencia más sospechosa", decía la buena mujer a sus amigas. Temía por Nicolle. No quería verlo convertido en un presuntuoso ateo de los de entonces. Aunque en su interior estaba absolutamente segura de que la semilla que había sembrado en su corazón no podía morir sin dar fruto. Conocía su sensibilidad. El no podía negar la verdad cuando ésta se le presentaba cuerdamente. Volvería al redil, de eso estaba segura.
Sin embargo, Charles era un científico y a la vez un buen filósofo. Aceptaba el diálogo y la interpelación. Si alguien lograba demostrarle sus errores, los aceptaría con humildad. "Cambiar de pensar, escribió por esta época de su juventud universitaria, no me daría ninguna vergüenza. La perspectiva en sí misma no tiene nada que me repugne. Nada deseo tanto como ser instruido en los altos problemas que temeraria, pero honradamente he abordado. No he disimulado que las soluciones a las cuales llegaba, no me satisfacían. Recibiría, pues, con alegría la iluminación decisiva, y con una atención complaciente, las menores luces inéditas. Sabiendo que estoy de buena fe, afirmo que si ellas saliesen al encuentro de mis convicciones actuales, abandonaría éstas y su protección incierta por cualquier posición más fuerte".
Esta actitud abierta a la verdad suponía una gran humildad. El hecho de no sentar cátedra a partir de sus propias ideas y de aceptar el reto de otras, fue el argumento decisivo a la hora de pasar de la incredulidad a la fe ciega.
La experiencia enseña
Apenas llevaba cuatro meses en Túnez, cuando le hicieron saber que el tifus se había ensañado con los presos de un penal del principado. Con el deseo de estudiar a fondo el mal se dispuso a llegar hasta el lugar de los tristes acontecimientos. Pero una hemoptisis le impidió el desplazamiento. Días después se enteró de la muerte de los dos médicos que le habían suplido, atacados por la epidemia.
El hecho le atormentó durante algún tiempo. Su estado de ánimo se abatió. Llegó a pensar que no era más que un recipiente vacío, un lago sin orillas o un mar sin descanso. Entonces leyó por primera vez la obra mística que le había remitido uno de sus amigos de la infancia, y con la que le sorprendería en Ruán su ama de llaves.
"He respondido a su regalo, le escribía a Cecilia, con el envío de una lámpara antigua que lleva la inscripción de un monograma de Cristo y he pedido a este buen enfermero de mi alma que reconozca en ello mi imagen: un recipiente cristiano, pero sin aceite".
Durante algunos años su espíritu se mostraría inquieto. No le sería fácil llenar la lámpara. Sus principios cristianos habían sido ofuscados por el culto exacerbado a la razón. El mismo nos confiesa: "No reniego de la saludable influencia recibida desde mis primeros años, y perdida en un desgarramiento tan agudo que recuerdo el minuto y el lugar en que, retenidas hasta entonces con tanto esfuerzo, se desgajaron tan bruscamente mis creencias.
Rechazar este pasado no sería tan sólo ingratitud con respecto a una tutela moral bienhechora, sería amputar una parte de mí mismo, pues mi alma está aún perfumada por el incienso católico.
He resistido largamente antes de que la ciencia y mi razón me arrastraran en su seguimiento por el camino ilusorio por el que ellas se mueven hacia lo que se llaman "certidumbres".
Será muy difícil de comprender que los inquietos de ese tipo sufran precisamente del corazón, y que el remedio ha de ser aprobado para su corazón. Lo cual no es, por otra parte, más que la confirmación de un pensamiento de Pascal: "El corazón es el que siente a Dios, no la razón".
A partir del momento en que sufrió la hemotipsis y se enteró de la muerte de sus dos colegas, el espíritu de Nicolle se abre a todo lo bello y bueno del mundo. Los muros del laboratorio no son capaces de retener su búsqueda. Hay tanteos y dudas en su vida. Hay, sobre todo, un deseo sincero por llegar a la Verdad.
En 1931 publica su libro "La Nature, conceptión et morale biologique". En sus páginas lucha por mantener intocables los principios de la razón. Reconoce, sin embargo, que ella no es capaz de responder a todas sus preguntas. Ingenuamente espera que la ciencia llegue un día a despejar sus incógnitas.
Dos años más tarde, durante un período de convalecencia y meditación, admitió que su libro podía turbar la buena fe de muchos y no satisfacer a los demás. "Yo me pregunto, escribía, si por prudencia o por torpeza no he alcanzado a algunos de esos mensajeros de falsas nuevas, a los que me sería imposible hacerles retroceder".
En 1935 publica "La destinée humaine". Sin narcisismo alguno critica despiadadamente su libro anterior y admite que la razón que antes le resultaba inapelable, no le ofrecía respuestas básicas para la vida presente y ninguna para el "más allá".
Al ponerle un límite preciso a la razón Nicolle es consciente de abrir la puerta a un mundo nuevo. "He podido entreabrir para aquellos que la buscan la puerta de la esperanza. Ya es bastante para esos espíritus inquietos que no aspiran, en realidad, más que a reencontrar sus creencias... Esa esperanza que les dejo trabajo por encontrarla yo mismo".
Notando el cambio intelectual que se había operado en Nicolle al escribir esta obra, su amigo Duhamel le interpela:
-No te desesperes, Charles. No se puede responder a todas las preguntas en una sola clase. Es preciso tener paciencia.
-Lo sé, Duhamel. De algo estoy cierto, y es de que la razón ya no puede ser nunca mi amiga incondicional. Me ha jugado sucio. Se ha quedado muda cuando más esperaba su palabra. Lamento haber perdido tanto tiempo de amoríos con ella. Me asusta tener que comenzar de nuevo.
-El universo es un misterio, Nicolle. Nadie podrá explicarlo satisfactoriamente.
-¿Nadie? He ahí la propuesta que más me atormenta. ¿Nadie lo hará? Estoy seguro de que sí. Busco a ese Alguien que a todo pone luz. A ese Ser del que mi madre hizo su obsesión y que yo perdí de vista por vanidad.
Nicolle todavía no sabe qué representará para él "el día siguiente de su muerte", pero de una cosa está absolutamente seguro: "Mi conciencia, escribe, me aconseja dejar a un lado la razón, pues no admite que este instrumento pueda conducir a la verdad".
Los amigos más ingenuos de Charles quedaron consternados cuando leyeron algunos de sus artículos. Los librepensadores que le habían fraguado se espantaron y, no pudiendo dar crédito a lo que decía, pensaron que algún desengaño le había amargado hasta el punto de "blasfemar" de ese modo contra la razón. Nicolle escribía durezas tan extremas como estas: "La razón es tan incapaz para resolver los problemas extraños al dominio puramente humano, como nuestro estómago para digerir piedras". Y más crudamente aún, añadía: "La razón no me ayuda para nada cuando busco explicaciones acerca de lo que sobrepasa el mundo explorable por nuestros sentidos".
Nicolle no quiere traicionarse a sí mismo. Desea llegar hasta donde su inquietud se lo proponga. No ha cerrado nunca los ojos a lo que objetivamente se le presenta como verdadero. Por eso hace gala de una humildad rayana en la expiación cuando en la primera página de uno de sus más conocidos libros, escribe: "Dedico esta obra a los que antes que yo han dejado de pedir a la única razón humana la explicación del origen, de la totalidad y del destino humano, y aquellos que, no resignados aún a esta abdicación, preferirán más bien la humilde sabiduría que dicta la declaración de impotencia antes que una orgullosa e inútil obstinación".
Al leer semejante dedicatoria uno de sus maestros, el más empecinado librepensador de todos, declaraba en el aula, ante la consternación de sus discípulos: "Nicolle está llegando al borde de la locura. No és posible que renuncie a la razón y se ponga ahora a creer en fábulas. Nosotros, profesores universitarios, en cuyas manos están las nuevas generaciones de Francia, no podemos permitir que estas sean educadas en la fantasía, la ingenua creencia y la credulidad fanática. Debemos librarlas de influjos perniciosos como los de Nicolle".
Uno de los alumnos que oyó las afirmaciones del viejo profesor, conocido galeno del siglo XX, escribía: "Fue entonces cuando comprendí toda la nobleza que llevaba en su corazón Charles. No le importaba el castigo que pudieran infligirle las lenguas mordaces, ni la fama que perdería al seguir fielmente los dictados de su conciencia. Fue entonces cuando yo también empecé a poner la razón en su lugar y a buscar ansiosamente a Dios. Hoy lo siento, lo sigo buscando y en El hallo las respuestas más inquietantes. Jamás me ha defraudado".
Más luz
Nicolle había estado pensando demasiado tiempo. El monólogo le aturdía. Necesitaba confiar a otros su secreto. En el fondo tenía la absoluta seguridad de que alguien podría iluminar sus tinieblas y dar respuestas adecuadas a sus apuradas preguntas.
Un arquitecto de Ruán, profundamente creyente, le habló de su felicidad interior, de su práctica cristiana y de su fe incondicional en los designios del Creador.
-Te envidio, le decía Charles después de oirle sin cansancio durante horas enteras. Yo todavía no poseo esa fe de la que tú disfrutas. No es fácil arrojar por la borda a los compañeros de toda una vida.
-La fe es un don de Dios, Nicolle, le respondía el arquitecto. Pero a veces quiere y no halla el modo o la forma de confiarla.
-¿Quieres decir que necesita de nuestra colaboración?, replicaba con curiosidad Charles.
-Para Dios el corazón humano, le aclaraba el buen profesional, es un sagrario que no se abre más que por dentro. Hay que dejarle entrar para que tome posesión de él.
-¿Entiende Dios la libertad humana de ese modo tan exquisito?, inquiría Nicolle.
-Asimismo, Nicolle. Nos ha hecho para Sí, pero no nos quiere a la fuerza. Nos ha concedido la libertad y no será Él quien la perturbe. Somos libres para el bien y para el fracaso. Dios es demasiado serio. No cambia caprichosamente sus planes como nosotros.
-Entonces hay que abrirse a Dios, remachaba Charles.
-Efectivamente, decía Maigret. No lo busques tan sólo a través de tus pensamientos o de tu ciencia. Es más fácil hablarle. Contempla con serenidad su obra. Dios actúa y sigue presente en el mundo.
¿Quién piensas que te ha metido tanta inquietud en el corazón? Tu desasosiego tendrá un día su primavera.
A partir de entonces Nicolle trataba desesperadamente de hallar la huella de Dios en la naturaleza. Contemplaba las flores, los peces, la luz, el sol al desaparecer y al regresar de nuevo. Leía con avidez la obra mística que le había sido regalada. Le fascinaba aquel mundo de ensueño en que vivía el autor. "Todo pregunta, escribía en sus páginas amarillentas. Nada de lo que toco me responde. Empiezo a comprender que Alguien tiene la respuesta adecuada y que aguarda a dármela en el momento más oportuno".
Charles conoció luego a un sabio misionero y arqueólogo que residía en Cartago, a muy poca distancia de Túnez. "Aquel hombre, decía a sus amigos poco antes de morir, hablaba de Dios con tanta naturalidad que parecía ser su portavoz, más que su obrero. Tocaba las piezas de piedra y los huesos fosilizados con tanto respeto como si se tratase del corazón de Dios".
Más tarde conoció también al P. Portois quien con su inteligencia y finura espiritual contribuyó a reconciliarle con la fe de su infancia.
"Fue un sacerdote a tiempo completo, escribió de Portois. Tenía deseos infinitos de que yo entendiese los misterios que Dios había revelado en la naturaleza. Deseaba vivamente que regresase a la fe que durante los primeros años de mi vida me hizo feliz. Estaba seguro de que era la única forma de encontrarme conmigo mismo y de establecer una relación cordial con lo que me rodeaba. No se equivocó. La fe, con el tiempo, me haría inmensamente dichoso".
En Cartago intimó con Mons. Lemaitre, arzobispo primado de África. Lo conoció durante una cena de amigos. Le pareció inteligente desde el momento en que lo saludó. Sonrisa bondadosa y penetrante, medía las palabras y respondía a cuanto le preguntaban con discreción y claridad. Luego, al salir de la fiesta, el arzobispo quiso llevarle a su casa en automóvil que él mismo manejaba. El detalle agradó a Nicolle. Y más le agradaron sus conceptos al entablar una animada conversación con él. "No tenga miedo de ser un sabio y un creyente, le dijo Lemaitre. Por muchos misterios que logre descubrir, muchos más le quedarán en penumbras. Dios conoce desde siempre lo que usted tan sólo empieza a vislumbrar".
Durante esta época de su vida Charles escribió algunos
pensamientos en forma de confesión:
-"¿Cómo no me mostraría respetuoso con mi antiguo guía, ya que mis pasos me llevan de nuevo, sensiblemente, a los preceptos de la moral evangélica?”
-"La inmortalidad del alma satisface, en particular, nuestro sentimiento de justicia. Sufrimos demasiadas injusticias aquí abajo para no esperar que hay un más allá en donde el bien tendrá su recompensa".
-"Estoy seguro de que no habrá nadie que satisfaga a la inteligencia de los hombres. Tan sólo podrá 'imponerla' el choque de lo que los fieles llaman Gracia".
-"Ella (la Iglesia Católica) exige la adhesión total y no tolera el más pequeño atentado a la disciplina. Hay que convenir en que es lógica y que sin esta actitud, que algunos de sus miembros lamentan, hubiera habido, desde hace mucho tiempo, una dislocación de la sociedad de los fieles. La religión católica romana se hubiera convertido en práctica individual".
Así ha permanecido en lo que era: aparentemente, de exigente disciplina, más fácil en el fondo: incoherente y contradictoria algunas veces, mística para los privilegiados y entusiastas, pagana y aún sensual para muchos. Por estos rasgos, toca a la vez la tierra y los cielos; es la imagen de nuestra alma humana: física e imaginativa a la vez.
Si yo tuviera que buscar un refugio, se lo pediría a ella, ya que me reconozco a mí mismo con estos rasgos. Es natural, pues, que indique este socorro a mis hermanos de inquietud".
Pero aún no había dado el paso. La duda y la inquietud le poseían con la misma seguridad. Fue en 1935, exactamente el 22 de agosto, cuando el P. Portois escribe a Mons. Lemaitre en estos términos: "Nicolle ha manifestado su deseo de reconciliarse y recibir los últimos sacramentos. Quiso que todos sus familiares estuviesen presentes al acto. La ceremonia, sencilla y cordial, fue para él profundamente emotiva. No ha sido difícil encontrar, bajo la ceniza de las preocupaciones científicas, el rescoldo de fe sobrenatural depositado por una madre de sentimientos religiosos muy fuertes".
Confiar en Dios
Al recibir su extremaunción, Charles se dirigió a todos los presentes con las siguientes palabras: "Al comienzo de mi vida yo tenía fe. Mi madre me había educado en la religión católica.
Pero en el transcurso de mis trabajos, creí que la razón lo explicaba todo, y busqué explicarlo todo por ella.
Después, poco a poco, me di cuenta de que la razón no lo explicaba todo, que dejaba un puesto a lo sobrenatural.
Como yo había sido formado en la religión católica, lo natural era que volviese a ella.
Yo he ocupado un cierto rango. No quisiera que mi muerte hiciera daño a la religión, y sirviese de bandera contra ella".
A su regreso a Túnez un ataque cardíaco le pone al borde de la muerte. Pero entonces ya sabe responder a estos trances con un lenguaje nuevo. "Hay cuestiones, dice, que ya no me las propongo.
Al no ser atormentado por ellas, disfruto de un reposo total".
Para los científicos que Nicolle llama "obstinados", incapaces de admitir sus propias limitaciones, orgullosos hasta el punto de mantener en pie principios insustanciales, son oportunas las palabras de Charles: "Dios ha dejado en sus grandes obras el carácter de su divinidad, y sólo por nuestra cortedad no lo acertamos a descubrir".
Un amigo y confidente de Nicolle escribía poco tiempo después de su muerte: "Después de haberse insubordinado, llegó, por fin, a poner su confianza en Dios".
Este premio Nobel de Medicina será siempre para los hombres inquietos una poderosa llamada a la humildad. Los más grandes sabios deberían exclamar como él lo hizo con simplicidad: "Muchas cosas he logrado comprender, pero me quedan muchas más sin
entender". O repensar honestamente aquellas otras palabras del gran Einstein: "Dios es el principio de toda sabiduría".
La conversión de Nicolle fue un milagro de la gracia de Dios, acompañada por su inquietud personal y noble. Al que busca, Dios le sale al encuentro.
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